martes, 24 de abril de 2018

Día 55. Julio 24. Faltan 73 días.


Heme aquí de nuevo, llenando este diario como si fuese un álbum viejo con fotos nuevas. No sé cuándo lo termine, quizás nunca, quizás sea una promesa incumplida más como son los proyectos de mi vida. A veces pienso que de tanto procrastinar jamás me voy a morir, porque siempre dejaré mi muerte para después. Pero bueno, eso si dependiera de mí. La muerte no procrastina.

He decidido dejar este espacio simplemente para escribir, para dejar que mis dedos exploren los contornos de las teclas y ver qué sale, sin más pretensión que la de dejar acá palabras que tramiten mis sentimientos, claros y oscuros, nobles y viles.

En estos días he estado pensando sobre el propósito de mi vida. Sí, a mis casi 44 años, todavía ando con esas dudas existenciales de los adolescentes. Y no sé qué es más triste, si no saberlo aún o pensar simplemente que la vida es un propósito en sí misma. He trasegado por tantos intentos de proyectar mi vida hacia algún lugar, que tan solo me he quedado embelesado con los horizontes hacia donde he querido ir y no fui. He vivido tantas veces en el reino del hubiera sido, que mi vida se ha estancado en aguas profundas, pensando en todo lo que pude ser y no fui.

Pero acá estoy, escribiendo desde lejos, porque para mí llegar lejos nunca fue una cuestión de posición o poder, tan solo ha sido una cuestión geográfica. Y quizás, sin proponérmelo, he estado lejos cuántas veces he podido, sin perder la oportunidad, porque solo desde lejos puedo apreciar cuánto me he movido para llegar hasta acá. Entonces, sin saber aún quién soy, me veo escribiendo desde lejos y por lo menos, aquí y ahora, soy un escribidor lejano. Quizás eso sea algo. No sé.

Lejos es mi lugar, porque acá no importa quién soy, ni para qué sirvo, ni de dónde vengo ni para dónde voy. Mientras siga siendo una sombra discreta que habla poco y piensa mucho, mi trasegar será sereno, anónimo, pacífico y sutil. Entonces, la vida se me sigue yendo en contemplaciones, en horizontes reales e imaginarios, en mi mirada que por segundos se detiene en el árbol que le da sombra a la banca en la que me siento a leer todos los días, para ver cómo otros han proyectado sus dudas a través de las letras, para ver cómo puedo aprender de ellos que me hablan sin saber que los escucho.

La vida es un propósito en sí misma. Se acabará cuando se tenga que acabar. Por el momento, sé que estoy vivo y que estoy escribiendo. No sé cómo llegué acá después de cuatro décadas y algo, y tampoco desenredaré la cuerda de la vida para saberlo. Descifrar por qué las casualidades nos han traído hasta el punto en el que estamos, es tan complejo como vivir pensando qué hubiera sido de nuestros días si eso que llaman destino nos hubiese llevado para otro lado. Eso nos copa la imaginación, pero no nos resuelve los acertijos.

En fin, de cualquier manera deshojé la margarita de este diario por hoy. No hablé del pequeño Felipe que duerme a esta hora soñando sus propios sueños, viviendo en los reinos encantados de la infancia que no tienen límites. Cuando crecemos nos volvemos dudas. Resolverlas nos consume el tiempo.






viernes, 20 de abril de 2018

Día 54. Julio 23. Faltan 74 días.


Mi proceso más difícil de adaptación es adaptarme a mí mismo.

Ya pasaron poco más de seis meses de nuestras vidas en estas tierras lejanas. El pequeño Felipe solo es un ciudadano del mundo. No sabe en dónde está y tampoco le importa. Con que su papá y su mamá estén cerca, tiene las naciones que necesita a la mano. Va al jardín infantil todos los días y se entiende con sus compañeritos en el lenguaje de los niños que no tiene idioma. Él simplemente usa las palabras que necesita. A sus profesoras del jardín les dice algunas palabras en alemán y a Ángela y a mí nos dice algunas palabras en español. Simplemente dice palabras hasta que alguna le funciona. No se complica. Casi todo el tiempo está contento, salvo cuando tiene hambre, sueño, le duele algo o nos demoramos para entender la palabra que nos está diciendo.

En cambio a mí todo me da miedo. Salgo de casa preferiblemente a sitios en donde no tenga que interactuar con las personas para evitar esas conversaciones que siempre empiezan con "sorry, I don´t speak german". Lo que no saben ellos es que mi inglés también es "a little bite". Por eso me ha servido el lenguaje de las sonrisas, así parezca un idiota. No importa qué me digan, yo siempre sonrío y asiento con la cabeza. He intentado aprender alemán. Estuve dos meses en un curso con veinte personas más en la Torre de Babel. Había personas de todo el mundo tratando de aprender alemán mientras yo me distraía tratando de entenderlos a ellos. Fue un absoluto fracaso al que tendré que regresar un día. Pero al menos aprendí a decir cosas básicas que me permiten salir del paso para saludar, despedirme y dar las gracias. Mi aspecto no ayuda. En la calle me veo como un alemán enano, por eso la gente me habla sin prevenciones, suponiendo que yo entiendo. Y yo me hago el que entiendo y sigo mi camino, con una sonrisa, por supuesto. La gente quizás se queda esperando una respuesta imaginando simplemente que llevo alguna resaca a cuestas. No sé, nunca me doy la vuelta. El día que me pase con la policía será un verdadero problema.

Esta es una ciudad linda, supremamente ordenada y la calidad de vida se respira en cada esquina. Nosotros vivimos en los suburbios, cerca del campo y al lado de una reserva forestal. Ya está entrando la primavera y la temperatura sube cada día, los árboles que cargaban nieve, ahora cargan hojas. A mí me gustaba más el frío, para ser honesto. Siempre he amado el frío. Excepto cuando se empiezan a adormilar los dedos de las manos y los labios se ponen morados. Ahí no es tan chévere.

Mucho de lo que me rodea me gusta pero aún me siento muy extraño, muy extranjero, muy ajeno. Por eso vivo con curiosidad. Los buses pasan a la hora en punto. Siempre cojo el de las 4:05 p.m. para recoger al pequeño Felipe en su jardín infantil. No hay que hablar con el conductor. Solo le muestro el tiquete mensual de transporte y él me deja pasar. Le podría mostrar mi carné del equipo de fútbol en Colombia e igual me dejaría pasar. Son muy poco rigurosos con eso. Pero si no llevara mi tiquete y estuviesen haciendo las revisiones periódicas que hacen las personas encargadas, me impondrían una multa de 60 euros y una amonestación. Y por ser extranjero, a las tres amonestaciones podría estar empacando mis maletas para devolverme. Igual, siempre pago mis tiquetes. No es una cuestión que se haga por la sanción, es lo justo, más en un país que está implementando la gratuidad del transporte público gradualmente.

Aún no me adapto a mí mismo en este lugar. Pero me miro en las pupilas del pequeño Felipe y siento una paz inmensa al ver que él sí lo está logrando. Ya podré adaptarme yo también, cuando venza el miedo, cuando deje de ir por las calles con esta sonrisita marica con la que creo que me estoy comunicando con los demás. Ya me llegará el día de poder responderle a las personas con palabras sin perder la sonrisa. Por ahora vivo con un cordón umbilical larguísimo que me mantiene atado a Colombia y a su cruda realidad en la que me hundo todos los días a través de los medios y las redes sociales. En fin, por hoy solo sé que avancé un día más en el diario. También sé que no lo haré todos los días porque es muy exigente y debo escribir más cosas. Pero está sirviendo, me estoy sintiendo mejor y quizás lo termine algún día. Gracias por no abandonarme y gracias por seguir leyéndome. Acá vendré cada vez que pueda a desahogarme un poco.










miércoles, 18 de abril de 2018

Día 53. Julio 22. Faltan 75 días.


Debo confesar que odio ver estos días del diario abandonados con esa etiqueta roja de "borrador" que es algo así como el cementerio de las ideas. Por eso regresé a recoger mis pasos de este proyecto inconcluso y a intentar llenar de letras estos espacios vacíos, cual parqueaderos de nostalgias, atendiendo la recomendación de una persona que apareció providencialmente para sacudirme la inspiración que se estaba quedando dormida. O muerta. Quizás dormida, porque se está desperezando.

Esa persona me llamó el viernes, cuando yo le había echado los santos óleos al diario el martes. Su angustia al ver morir un proyecto que prometía, parecía superior a mi propia angustia cuando decidí abandonar de primero el barco, cual capitán cobarde. No esperaba esa llamada. No esperaba esa ni ninguna llamada. Había sido un viernes tremendamente opaco. Un viernes de desempleado al que le da igual cualquier día de la semana, salvo los sábados y domingos, que se puede sentir al menos un poco de compañía de hordas de trabajadores que descansan. Y uno los ve descansar.

(Esto lo escribí a principios de agosto de 2017)

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Hoy, 18 de abril de 2018, descubro esta ruina, este monumento a mis tareas inconclusas. Otra promesa para continuar algo que he dejado tirado y otra muestra de que mi vida misma es una tarea inconclusa. Recuerdo perfectamente esa llamada  y a esa persona. Recuerdo cuántos ánimos me dio y cuánto valoré esas palabras. Recuerdo que después de esa llamada, antes de venirme para Alemania, nos vimos una vez y conversamos. Fuimos compañeros de colegio, pero no amigos, perdimos el contacto durante décadas. Simplemente, después de mucho tiempo, nos unió este lenguaje hermoso que se habla con los dedos y se escucha con los ojos: El placer de la escritura.

Por eso volví a hablar con él y por eso los afectos congelados del pasado se volvieron fraternidad en los días previos a nuestro viaje. Y bueno, paseando por este blog que se quedó para siempre en obra gris, retomando los consejos de mi amigo Guillermo Zafra, he decidido venir a cumplirle por alguna vez a las ruinas de lo que nunca termino. La incertidumbre es total, no sé si lo logre, prometí un diario de 128 días y esta entrada se desvaneció algún día de julio del año pasado, remando para llegar a una orilla que nunca encontré.

Solo he venido a escribir para decirle a mi hijo Felipe, al pequeño Felipe, que algún día empecé un diario para acompañar nuestra soledad porque su mamá andaba lejos allanando el camino de nuestra unión cruzando un océano. Solo he venido a poner los muebles en esta casa vieja abandonada que me sirvió de refugio espiritual por algunos meses. He venido a cumplirle a Guillermo aunque fuera de tiempo y espacio. He venido a concluir un diario extemporáneo en donde ahora las fechas solo me servirán para marcar las páginas. Y acá, azotando las teclas, me reto a llenar esos días de palabras, coherentes o no, útiles o no, perdurables o no. He vuelto a terminar, quizás por primera vez, algo que empiezo por mi propia voluntad. He venido a terminar la maratón cuando ya se han llevado las vallas de contención, las flechas del camino y se ha borrado la línea de meta. Cuando ya no hay nadie esperándome al final. Solo vine a escribir porque me gusta. Porque me acordé de Guillermo y sus consejos. Porque vine a dar una vuelta y me encontré con que ya había hecho alusión a esa llamada y porque valoro lo importante que fue para mí.

Pues bien, acá estoy en el día 53 de un diario de 128 días que debió haber concluído hace más de seis meses. Pero no importa. Acá estoy, escribiendo, queriendo terminar esto porque sí, porque quiero, porque estoy escribiendo y ver cómo estas letras se van impregnando de recuerdos es suficiente aliciente para mí. No sé cuánto me dure el impulso. Pero ya escribí el día 53 que tenía pendiente. Espero mañana escribir el día 54.